HOTEL
OFIR
Dormimos
bajo el vaivén del mar revuelto de Fao. Para la
inauguración del hotel pasamos la noche en la habitación 33, la más
acogedora. Al día siguiente gran parte de las personalidades de
Esposende, aparcaron sus beetles negros junto al restaurante,
de cara al mar. Alfredo se unió a ellos para enseñarles las instalaciones y me
dejó con las mujeres.
Luisa
se fue a corretear por la playa con los demás niños.
-¡Voy
a ver los caballos de Fao, mamá!- se despidió.
-¡Ten
cuidado!- le respondí.
Tras
los saludos y las conversaciones triviales, me alejé un poco para apoyarme
en la barandilla y contemplar las olas que
chocaban contra las piedras a varios metros de la playa. Los
caballos de Fao, que tanto fascinaban a Luisa.
Recuerdo su
asombro cuando le dije que los picos eran las crestas petrificadas de unos
caballos, regalo del Rey Salomón al pueblo de Fao y que, víctimas
de un naufragio, no consiguieron llegar a tierra.
-¿Qué
quiere decir petrificado, mamá?- me preguntó, con los ojos muy abiertos.
-De
piedra, Luisa. Unos duendes convirtieron los caballos en piedra y
ahora están bajo el mar. Sólo vemos sus
crines.
-¿Qué
son crines?- volvió a preguntar.
Sonreí, le expliqué y la arropé para que se durmiera. Le di un beso.
- Mañana nadaré
hasta allí, y veré los caballos- balbuceó, semidormida.
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El rugir de las olas, cada vez más fuerte desvaneció mis pensamientos.
Sin previo aviso, un golpe de mar zarandeó las piedras. Le siguieron algunos
más. El cielo comenzó a oscurecerse entre nubarrones. Alguna tormenta de
verano, pensé.
Volví
la cabeza. Tuve un pálpito; rodeadas de espuma asomaban a
intervalos, las puntillas níveas de un vestido
infantil y la vista, que ya se me oscurecía, apenas distinguió a
lo lejos la terrible estampa del cuerpo de mi pequeña, princesa
ya de otro mundo, arrastrado entre gritos y alaridos infantiles.
Enloquecida, corrí hacia el hotel en busca de
Alfredo y cuando alcé los ojos, me pareció verla asomada al balcón de la 33
contemplando su propia muerte.
Ana Martínez - Arrimados a la sombra
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